FUERTEVENTURA DIVERSA

“Yo escapé de la insatisfacción laboral y cierto grado de pobreza, pero hay gente que huye de las bombas”

Emiliyan Kirov Draganov, procedente de Bulgaria y residente en Fuerteventura

Emiliyan, durante la entrevista. Foto: Carlos de Saá.
Eloy Vera 0 COMENTARIOS 22/11/2020 - 10:04

En 1978, el mismo año en el que la Organización Mundial de la Salud declaraba oficialmente la erradicación de la viruela, nacía el primer bebé probeta y España despenalizaba el adulterio, venía al mundo en Bulgaria Emiliyan Kirov Draganov. Estudió fisioterapia, aunque la insatisfacción y la falta de oportunidades le obligaron un día a cruzar Europa en autocar. En su relato migratorio aparecen fronteras, desarraigo, sueños y objetivos. Desde hace 13 años, Fuerteventura es el escenario de los capítulos más recientes de su historia.

Emiliyan se gana la vida fotografiando los paisajes de Fuerteventura, aunque el coronavirus le ha hecho tapar el objetivo de la cámara por falta de turistas a los que vender puestas de sol y mares azul turquesa. Con la cámara guardada en el cajón hasta nuevo aviso, el joven se anima a contar su historia con un español con tonos del Este y un lenguaje poético que lleva a pensar que en otra vida fue poeta.

El joven nació en Tutrakan, un pueblo del norte de Bulgaria con el río Danubio de vecino. Llegó al mundo once años antes de que el país comenzara a dar los pasos hacia la transición democrática después de que Todor Yivkov, líder del país desde 1954, fuera destituido del Partido Comunista Búlgaro y de la presidencia de Bulgaria.

Emiliyan explica que, durante los últimos años del régimen soviético, el discurso político en su país se había ido haciendo cada vez “más leve. Era una fórmula de comunismo con libertades y más derechos, entre ellos el de elegir” y añade “los últimos años de la disciplina del comunismo, fueron más liberales”.

El fotógrafo cuenta que de niño “no encontraba razones para quejarme. Vivíamos bajo una disciplina para algunos excesiva y para otros necesaria. Nunca nos faltó nada. La gente trabajaba y todos vivíamos y dormíamos con las puertas abiertas”.

Los motivos para quejarse aparecieron cuando en el año 2000 terminó la carrera de Fisioterapia y tuvo que probar suerte en el mercado laboral. “Quería conseguir un empleo de fisioterapeuta y no coger otra ola”, reconoce. Con el título bajo el brazo, viajó hasta Sofía, la capital del país. Allí, un día compró el periódico, buscó en las ofertas de empleo y encontró un trabajo “maravilloso y con buen sueldo, de esos que solo aparecen en las películas”, dice, aún con cierta mirada de entusiasmo.

El empleo era de fisioterapeuta en un hospital con gimnasio en el que se hacían masajes y preparación física a deportistas. Sin embargo, su papel como protagonista de aquella película duró el tiempo que tardó en llegar un aviso para incorporarse al servicio militar.

El joven explica que en esos años la mili en Bulgaria era obligatoria. Una vez terminaban la carrera universitaria, los estudiantes tenían seis meses para incorporarse al servicio militar. “En mi caso, me encontré con que tenía que romper la conexión con un trabajo maravilloso para cumplir con el ejército”, cuenta.

Se puso el uniforme militar con “incertidumbre y miedo a lo que iba a pasar”. En esos años, cuenta, “había gente que se suicidaba en el servicio militar. Creo que se pueden contar con los dedos los pocos para los que aquello era fácil. Había entrenamientos eternos y las salidas estaban relacionadas con disparar”.

Tras cumplir con el servicio militar, se encontró con que había perdido el empleo. Decidió, entonces, respirar y tomarse un mes de descanso. “Necesitaba recuperar la mente porque se sale con ella dañada y con miedo. Lo más duro fue tener que olvidar la opinión y, con ello, los derechos”, manifiesta.

Tras dos meses de descanso, un día recibió la llamada de un excompañero de la escuela primaria que había viajado a España en busca de suerte y la había encontrado. “Me habló del país; me dijo que, si trabajaba, podía salir adelante. El efecto de sus palabras me convenció”, reconoce.

Sin papeles

En 2001 salió de Bulgaria rumbo a España, un trayecto que tardó tres días en realizar en autocar hasta que llegó a Madrid. De ahí a Valladolid. Al llegar al país, confiesa que empezó a recibir sensaciones difíciles de olvidar. “Vi plantaciones de uvas, grandes carreteras y un sol con el que noté un calor diferente”. Al principio, llegó como turista, pero con el tiempo “me convertí en un inmigrante ilegal y empecé a vivir con la idea del esfuerzo para conseguir los papeles”, dice.

En Valladolid vivió cinco años. Se ganaba la vida como jornalero en la vendimia y, por las noches, como portero de discoteca. Tras un año en España, logró el permiso de residencia. “En aquellos años era más fácil conseguir los papeles”, asegura.

Un día se vio envuelto en una disputa en una discoteca. “Fue una pelea como la que hemos tenido todos en la vida, pero por primera vez me amenazaron con que me iban a denunciar. Los policías eran muy amigables y uno de ellos me dijo ‘lárgate de este país’. Sus palabras resonaron como una campana”, recuerda. Al final, le hizo caso y terminó regresando a Bulgaria.

Tras un año trabajando en una empresa familiar y buscando un hueco en su país, su teléfono volvió a sonar. De nuevo, la llamada llevaba el prefijo español. Al otro lado, le hablaban de oportunidades en España, esta vez los ecos de un posible trabajo llegaban desde Fuerteventura.

“Como ‘ilegal’ viví con la única idea del esfuerzo para lograr los papeles”

“Mi llegada fue en avión, con los ojos bien abiertos desde la ventanilla y con la mandíbula hacia abajo cuando vi el azul del mar desde el aire y el juego de colores del territorio”, dice aún ilusionado, 13 años después de aquel viaje de Bulgaria a Fuerteventura. Se instaló en Corralejo. Allí supo de un proyecto bastante innovador: un restaurante con habitáculos de madera al descubierto para hacer masajes a turistas. Hizo una entrevista y consiguió el empleo. Sin embargo, llegó el otoño, la bajada de temperaturas y el fin del proyecto. También su despido. Luego trabajó de camarero en los hoteles, pero andar con bandejas en la mano no era lo suyo.

Tras varios intentos, acabó en el desempleo. Con los papeles del paro en el bolsillo y las ganas de trabajar intactas, fue preguntando hasta que consiguió un trabajo haciendo fotos a los turistas que acudían a los hoteles a ver un show con animales.

“Así empecé a hacer un trabajo totalmente diferente en comparación con lo que había hecho antes. Hasta entonces, solo había tocado la cámara del teléfono móvil”, comenta. Poco a poco, empezó a darse cuenta de que podía usar la cámara de fotos también de día y plasmar con ella unos paisajes a los que declaró el amor nada más bajarse del avión. Al final, se especializó en fotografía de paisaje. Cuenta que en Fuerteventura “el primer plano es diferente. Los espacios vacíos tienen un encanto tremendo, transmiten profundidad. Aquí descubrí el verano eterno y cómo es el comienzo de la vida”.

Hasta la llegada de la pandemia, se ganaba la vida vendiendo sus fotografías a turistas y locales en el mercadillo que organiza el Centro Comercial El Campanario. También hacía exposiciones en Corralejo. Ahora mira al futuro sin saber cuándo el virus le dejará de nuevo poner sus fotografías a la venta. Reconoce que lo más difícil de su trayecto migratorio ha sido encontrar la satisfacción laboral que buscaba. “Antes de la crisis sanitaria, sentía una satisfacción tremenda con la fotografía y la doctrina autodidacta. Yo elegía lo que quería hacer y eso es un privilegio, pero difícil de mantener”, explica.

El más pobre

Bulgaria es el país más pobre de la Unión Europea con un salario mínimo de 180 euros y una quinta parte de los 7,1 millones de la población en el umbral de la pobreza, según datos de 2019. Ese mismo año, el número de emigrantes, según los datos publicados por la ONU, era de 1.541.860, lo que supone un 22,18 por ciento de la población de Bulgaria.

Emiliyan pone el foco de esta emigración en “los seriales diarios que están protagonizando los políticos. A nadie le gusta que le tomen por tonto, se burlen en su cara y le roben tan descaradamente. No pueden aguantar más que los que están en la cima se rían de todo el pueblo. La gente de Bulgaria es trabajadora, pero emigra porque no soporta la mafia y el robo descarado a la población. Allí, la pobreza aumenta con una velocidad tremenda”, dice.

“Los espacios vacíos de la Isla tienen un encanto tremendo”, dice el fotógrafo

A pesar de tener a miles de personas emigrando y repartidas por otros países de Europa, Bulgaria ha aplicado una política dura contra la inmigración, construyendo una valla metálica de más de 270 kilómetros para evitar la entrada de los sirios, afganos e iraquíes que huyen de la guerra.

Emiliyan zanja el debate, asegurando que “quien lo discute, tal vez nunca ha sido débil ni necesitado o no tiene sentimientos de buen humano para ponerse en los zapatos de la víctima. Estas personas necesitan comer todos los días. Yo escapé de la insatisfacción laboral y de cierto grado de pobreza, pero hay gente que huye de las bombas”.

Los búlgaros que viven en el extranjero también tienen que escuchar, a menudo, una serie de clichés que los relacionan con “delincuencia, violencia y mafia”. El fotógrafo asegura que cuando oye una noticia sobre búlgaros o personas de otros países del Este que han cometido una barbaridad, robo o abuso se le forma “una pelota en el pecho”.

Ha sido testigo “muchas veces” de cómo cambian las caras y cómo las sonrisas desaparecen cuando responde que es búlgaro. “A veces, he sentido desprecio y xenofobia, pero también me he encontrado con gente maravillosa que me ha ayudado muchísimo. Si tengo que poner el desprecio y la xenofobia en un lado de la balanza y en el otro los sucesos positivos y las sonrisas verdaderas, esto último es lo que predomina”, confiesa.

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