0 COMENTARIOS 30/06/2025 - 04:59

La idea de implantar una ley de residencia en Canarias para contener el crecimiento demográfico ha empezado a abrirse paso en ciertos discursos institucionales y ciudadanos. Con notable respaldo mediático, además. La propuesta, seguramente bienintencionada, aparece como un flotador en medio de un oleaje de problemas reales: el encarecimiento de la vivienda, las colas de tráfico que serpentean a diario por autopistas colapsadas, la presión sobre los espacios naturales o la pérdida de vínculos comunitarios en barrios y pueblos donde antes nos conocíamos todos. Pero la propuesta de una ley de residencia no es una solución. Es un señuelo.

Lo decía Casio en Julio César, de Shakespeare: “La culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos”. El crecimiento poblacional no es un castigo divino ni una fatalidad planetaria, sino el resultado de nuestras propias decisiones colectivas, en especial las que tienen que ver con el modelo económico que hemos escogido -o que hemos consentido, según una parte de la población que ha salido a la calle hace unas semanas- durante décadas. No es casualidad que el debate surja en un territorio donde el turismo representa más del 30 por ciento del PIB, donde la captación de inversión foránea y residencia fiscal ha sido política de Estado -y de región-, y donde durante años se ha alentado una fiscalidad diferenciada capaz de atraer capitales y personas, pero también personas. Somos los canarios, por tanto, los que pusimos este caldero del crecimiento en el fuego. Y no nos ha ido mal, porque la demografía, aun con sus externalidades negativas (que las tiene), es siempre un signo de vitalidad.

La población de Canarias crece, en un contexto de crecimiento económico como el actual, en torno al uno por ciento anual. Puede parecer una cifra modesta, pero se traduce en algo más de dos decenas de miles de nuevos residentes cada año, como poco. Son menos que los que se instalaban durante la primera década de este siglo, durante los años de la burbuja, y más que en los años de crisis que siguieron al gran estallido de 2008. Por tanto, es la economía, no la alquimia, la que rige el termómetro demográfico de las Islas. Hoy somos más de 2,2 millones de personas residiendo en el Archipiélago; eso sí, desigualmente repartidos pese a la escasez de nuestro territorio. El relato de la superpoblación en La Oliva transmuta en angustia por el despoblamiento en Vallehermoso. El saldo global nos habla de un crecimiento sostenido, para algunos alarmante. Sea como fuere, aunque ese incremento poblacional sin duda genera tensiones y conflictos, conviene recordar que en Europa hay países como Croacia, Letonia o Bulgaria que pierden población a un ritmo similar, y con ello también pierden fuerza laboral, consumo, talento, capacidad fiscal y músculo cívico. Es mejor crecer que menguar, pero hay que saber gestionar el crecimiento. Ahí está el nudo del asunto. Esta es la pregunta que tenemos que hacernos en realidad.

El turismo ha sido el motor del desarrollo canario. No sin costes, claro. Pero lo que vivimos hoy, y que algunos presentan como una especie de apocalipsis demográfico, es en realidad una versión imperfecta del éxito. Un éxito que quizá hemos administrado mal: sin previsión, sin planificación territorial seria, sin medidas de redistribución, sin reformas fiscales progresivas que permitan invertir en servicios, vivienda pública o movilidad. Hemos sido complacientes. Nos gustó tanto el modelo que no quisimos mirarle las costuras. De pronto, nos sorprendemos con el agua al cuello y buscamos responsables, incluso culpables. Algunos señalan a los que vienen de fuera: los turistas, los nuevos residentes, los presuntos invasores de nuestra tierra, los ladrones de nuestra identidad (cómo defendemos los canarios nuestra identidad es material para otro artículo). Otros apuntan a los que no planificaron, a los políticos de turno. Pero el diagnóstico más incómodo, y quizá más realista, es el que nos obliga a mirarnos a nosotros mismos. Como comunidad. Como sociedad. Como ciudadanos que votamos, que elegimos caminos, que nos beneficiamos (a veces sin querer reconocerlo) de un modelo que en efecto chirría en algunos puntos.

Es momento de planificar con seriedad, de redistribuir con justicia

Implantar una ley de residencia sería, en el mejor de los casos, una medida simbólica. En el peor, una chapuza jurídica. Para empezar hay que tener en cuenta que el diablo está en los detalles, y que nadie hasta ahora ha formulado una concreción de dicha norma: ¿Cómo se aplicaría? ¿A quién afectaría? ¿A las personas físicas? ¿A las personas jurídicas? ¿A los que compran una segunda vivienda? ¿A los que teletrabajan desde aquí y cotizan fuera? ¿A los europeos con derecho a circular libremente? ¿Y qué dice la Constitución? ¿Y la normativa europea? Todo eso está por resolver. Ya solo la opción de limitar la adquisición de inmuebles plantea interrogantes de relevancia que, de momento, nadie ha afrontado con solvencia.

Pero quizá lo más grave no es la parte legal, sino las implicaciones de una propuesta semejante en el terreno discursivo. No hace falta haber leído a Max Weber para entender y asumir que la política es un juego de adultos. La propuesta para una ley de residencia proyecta una idea en cierto sentido infantil de la política: la de que nuestros problemas los causan otros. Los que llegan. Los que ocupan espacio. Por suerte o por desgracia, no es así. Los problemas de Canarias están dentro de Canarias. Y también, por tanto, sus soluciones. ¿Hay que regular mejor la compra de vivienda por parte de no residentes? Sí, con inteligencia y herramientas fiscales. ¿Hay que ampliar el parque público de alquiler? Sin duda. ¿Hay que repensar el modelo turístico? Urge. ¿Hay que invertir en movilidad, en rehabilitación urbana, en planificación territorial de largo plazo? Claro que sí. Pero todo eso exige responsabilidad política, visión de futuro y ciudadanía adulta, no leyes-anzuelo que sirven solo para desviar el foco sobre nuestras responsabilidades.

Es más cómodo proponer un muro que levantar un sistema. Más fácil señalar al otro que revisar nuestras propias decisiones. Pero la madurez democrática consiste, entre otras cosas, en hacerse cargo. No todo es culpa de Madrid, ni de Bruselas, ni del alemán que compra un ático con vistas. A veces la culpa, como decía Casio, no está en las estrellas, sino en nosotros mismos. Enfrentar el reto demográfico de Canarias exige una determinación política con mayúsculas, tanto en el poder como en la oposición. En eso consiste la construcción de un relato colectivo para un país. No es momento de seguir alimentando relatos victimistas, el autogobierno no va de esto. Es momento de planificar con seriedad, de redistribuir con justicia, de proteger sin excluir, de mirar el futuro con la cabeza fría y el corazón templado. Porque más que una ley de residencia, lo que necesita esta tierra es una ley de madurez colectiva. Convencer a la gente exige tomarse la molestia de decirle la verdad a la gente. Quien lo haga realidad dominará el relato político de las Islas para esta y la próxima generación.

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