Jesús Giráldez Macía

Puse un enchufe y un cartel

Hace ya más de 50 años que Guy Debord, un filósofo inquieto e irreverente, escribió un librito premonitorio que se titula La sociedad del espectáculo. Básicamente lo que sostenía Debord es que ya no importa tanto ser como el hecho de parecer. Lo trascendente en la sociedad moderna es la imagen que se proyecta, el espectáculo al que asisten los ciudadanos convertidos en consumidores.

Recordemos los límites tecnológicos de los medios de comunicación en 1967, el año en que se publicó La sociedad del espectáculo: la radio y la prensa escrita eran los medios mayoritarios y la televisión estaba conociendo —con diferente ritmo según qué países— una importante expansión, pero con recursos todavía muy limitados. No había internet, no existían las redes sociales, no había teléfonos móviles, pero ya Debord anticipaba lo que se nos venía encima, un mundo donde la imagen y las opiniones tendrían más valor que la realidad.

Quizás el momento sublime de la importancia del espectáculo fue el día en que a alguien se le ocurrió hacer un anuncio de un coche donde apenas aparecía el coche, o la promoción de un perfume cuyo aroma quedaba sustituido por la acusada pronunciación (mejor si es en francés o en italiano) de la marca. Tal grado de sofisticación de la imagen —ridícula pero parece ser que efectiva— ha sido copiada desde hace algunas décadas por los poderes políticos. Y claro, cuanto más limitada intelectualmente es la élite política —y sobre todo, cuanto menos trabaja— más distorsionada, absurda y cansina es la imagen que pretende proyectar.

Imaginemos que usted es mecánico, puede que doctora, quizás profesor. Como tiene mucho tiempo libre durante su jornada laboral, se dedica a contarnos en las redes sociales —prácticamente en tiempo real— sus quehaceres diarios. «Son las 9 de la mañana —comenta el mecánico— y aquí está la biela rota que procederemos a cambiar». El texto se acompaña de una foto del mecánico (con pose disimulada y una gota de sudor corriendo por su rostro) con la biela rota en una mano y la biela nueva en la otra. Casi al mismo tiempo la doctora, su amiga de facebook, publica una foto en la que se le ve en su despacho de atención primaria con el teléfono apoyado en su oreja (eligiendo, cómo no, su mejor perfil) y acompañada con el siguiente comentario: «¡Acabo de recetar paracetamol de 1 gramo! A los escasos minutos el profesor —dedo pulgar hacia arriba— sube una foto en la que, sentado tras su mesa, se puede leer: «Aquí estoy, presto a pasar lista y a encender el ordenador».

Sigamos imaginando. Estos apasionantes momentos laborales, de gran trascendencia para la humanidad, son retransmitidos con una pertinaz frecuencia a lo largo del día, tanto que el mecánico, la doctora y el profesor quedan más agotados por el efecto de escribir comentarios y tener que repetir las fotos en las que no quedaban del todo bien, que por el ejercicio de sus oficios. Como las fotografías se las tiene que hacer alguien (y algunos comentarios también) nuestros amigos terminan contratando a un gabinete de prensa para que edite sus labores cotidianas que, por alguna misteriosa razón, creen que son de interés público.

El filósofo Guy Debord tenía razón: puede que no hagan nada, pero lo parece

En el mundo real, salvo que alguno de ellos tenga una tara mental o una cara que se la pise, esas cosas no ocurren. El mecánico, la doctora y el profesor no suelen tener tiempo para estar componiendo y compartiendo imágenes insustanciales de su trabajo diario y generalmente tienen asumidos unos criterios éticos que les impiden convertirse en narcisistas virtuales. Entonces, ¿a santo de qué la clase política nos muestra minuto a minuto las imágenes de sus miserias a un grado que linda la indecencia?

Gracias a las redes sociales hemos conocido, por ejemplo, que el Ayuntamiento de Puerto del Rosario va a instalar (bajo el módico precio de 100 mil euros) recargas para los vehículos eléctricos en las zonas industriales del municipio. Pero ojo, que cada estación de recarga, nos cuentan, va a llevar dos enchufes. Aunque el servicio no estará disponible hasta dentro de nueve semanas, el alcalde, dos concejales, un técnico municipal y dos representantes de la empresa agraciada, han buscado tiempo en sus apretadísimas agendas laborales para acudir a un solar a sacarse una fotografía. Esta gente debe pensar que la ciudadanía es tan cortita de entendederas que si no nos ponen una fotografía de sus espléndidos cuerpos no vamos a comprender la noticia. Como entenderán, aquí lo importante no son las recargas eléctricas, sino la proyección de sus egos desmedidos.

Los ejemplos se multiplican por miles, pero hace poco que dos noticias elaboradas y difundidas por el Cabildo de Fuerteventura nos hicieron sentir vergüenza ajena. En la primera (27 de diciembre de 2021) el presidente, la vicepresidenta primera y el vicepresidente segundo acudieron a Lajares porque la institución repintó los pasos de peatones del pueblo y, atención, ¡pintaron uno nuevo! En la fotografía los tres políticos, con chalecos amarillos reflectantes, conversan entre ellos como si estuviesen devanándose los sesos intentando desentrañar los orígenes del universo.

La segunda noticia es del 5 de enero de este año. Se trata, en forma y contenido, de un salto antológico en la competición por parecer y aparecer. La imagen se proyecta esta vez en vídeo y la estrella exclusiva es el presidente del Cabildo que, durante un minuto, se muestra ufano por una enorme consecución social: el Cabildo ha puesto un cartel en una carretera con el nombre del barrio por el que pasa la carretera (Altavista, Tuineje). Da miedo pensar lo que puede hacer este hombre el día que inaugure su proyectado puente entre Fuerteventura y Lanzarote.

La cosa podría tener su gracia si no fuera porque esas machangadas las hacen en su tiempo de trabajo (cuyos altos salarios pagamos entre todos), porque las grabaron y fotografiaron personas contratadas como personal de confianza cuyos salarios también los pagamos entre todos y porque cada publicación inapropiada de sus imágenes son una afrenta pública y un insulto a la inteligencia. Guy Debord tenía razón: puede que no hagan nada, pero lo parece.

Comentarios

Pues eso, y creo que lo pensamos muchos, Es una práctica absolutamente prescindible y que calificaría con notable hoy a quien no la siguiera.

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