FUERTEVENTURA DIVERSA

Assia Soussi Lahfaqui: “El velo tapa el pelo, pero no el cerebro”

Procedente de Marruecos, lleva más de dos décadas en Fuerteventura, y admite que llevar velo en Europa es uno de los principales obstáculos a la hora de conseguir empleo

Foto: Carlos de Saá.
Eloy Vera 0 COMENTARIOS 25/10/2020 - 09:12

Con 19 años, Assia Soussi Lahfaqui hizo las maletas y se vino a España desde Marruecos, con su madre y sus cinco hermanos. Su viaje no perseguía buscar trabajo y un futuro mejor lejos de África, sino reunir a toda la familia con el padre, un marroquí que en 1980 decidió salir de su país para trabajar en Gran Canaria, en los barcos que faenaban en el banco de pesca canario-sahariano.

Desde 1999, Assia vive en Fuerteventura. Se siente una majorera más, aunque se niega a renunciar a su religión, costumbres y al velo. A veces, el uso del pañuelo le ha cerrado puertas laborales y le ha puesto en el camino episodios racistas. Ella prefiere obviarlos, mirar a otro lado y seguir queriendo la Isla que un día le abrió las puertas a ella y a su familia.

Su historia comienza en Tetuán, al norte de Marruecos. Allí jugó en sus parques; fue a la escuela y a clases de apoyo y cuando se ponía mala, a un hospital. Dos veces al año, recibía la visita de su padre. Él les enviaba el dinero para poder vivir tranquilos, sin sobresaltos económicos.

Sin embargo, confiesa que “fue complicado crecer sin él al lado, viéndolo solo dos veces al año”. Por las noches, Assia soñaba con poder crear su propia familia. Jamás fantaseó con venir a Europa.

“Mi padre emigró por motivos económicos. Yo, en cambio, por un tema familiar. Llegó el día en que mi madre se cansó de estar sola con seis hijos a su cargo en Marruecos y decidió venirse a Canarias”, explica. Desde aquel viaje han pasado 21 años.

El padre de Assia trabajó en la pesca en Gran Canaria durante 17 años, hasta que decidió mudarse a Fuerteventura y probar suerte en los hoteles. Llegó en 1997. Dos años más tarde, lo hicieron su mujer y el resto de la familia Soussi Lahfaqui.

Se instalaron en Morro Jable, un pueblo que desde hacía décadas había dejado de lado las falúas y el argot marinero para aprender a saludar en inglés y alemán. Al lado de los establecimientos turísticos y las casas de pescadores empezaban a asentarse familias de inmigrantes que miraban a los hoteles como la esperanza para poder llenar sus despensas o encontrar un empleo que les permitiera optar a la residencia o a la reagrupación familiar.

Nada más llegar a Fuerteventura, la joven encontró trabajo como camarera de piso. Pudo formar una familia al lado de un hombre marroquí y tener cuatro hijos. En todo este tiempo, no ha parado de trabajar, pero los problemas de salud han acabado apartándola de las habitaciones de los hoteles. Cuenta que ha recibido la incapacitación médica de tanto trabajar y “no deseo que mis hijos acaben así. Quiero una vida mejor para ellos”.

Tal vez, esa mejor vida la tendrán que hacer fuera de Fuerteventura. “Aquí faltan muchas cosas para los jóvenes y más en Costa Calma”, asegura. Desde hace unos años, ella, su marido y sus hijos viven en esta zona del sur, uno de los principales núcleos de asentamiento de la población marroquí que reside en la Isla.

Assia hace rato que revuelve el azúcar del café que ha pedido mientras atiende al periodista. Aún no lo ha probado. Antes de tomar el primer buche, prefiere reclamar mejoras y más medios para Costa Calma. En su móvil, anotó por la mañana lo que quiere pedir: una casa de la juventud, una biblioteca en condiciones donde los niños puedan leer y actividades para los jóvenes que les “aporten conocimiento”.

Su café tendrá que esperar unos minutos más. Ahora quiere hablar de inmigración. Días antes del encuentro con Diario de Fuerteventura, el traslado de un grupo de inmigrantes a un establecimiento turístico de Corralejo produjo el revuelo político y de un sector de la sociedad majorera. Los primeros los veían como una amenaza para el turismo. Los segundos no entendían que un grupo de jóvenes africanos, después de arriesgar su vida cruzando el mar en una patera, tuvieran derecho a dormir en la habitación de un hotel.

Assia insiste en que no debemos olvidar que “son personas que arriesgan su vida porque en sus países no tienen ninguna vida. Ven Europa como la última oportunidad para poder vivir de una forma digna. Son países con muchos recursos naturales, pero solo se benefician de esa riqueza los gobiernos corruptos y las grandes potencias”. Inmediatamente después se pregunta “por qué, siendo el continente africano rico, su gente se tira al mar  para ir a otro”. La pregunta queda en el aire esperando respuesta.

Legal e ilegal

Asegura que no se siente inmigrante ni ha tenido que vivir con el peso del desarraigo. Tener a sus padres y hermanos cerca, aunque ahora estén repartidos por la Península y Europa, seguro que ha ayudado. Para esta mujer es “diferente llegar aquí siendo un inmigrante legal que ilegal. Las personas que más sufren son las segundas. Se van a encontrar muchos obstáculos en su vida. Se aprovechan de ellos en el mercado laboral por no tener papeles. Van a estar muchas horas trabajando y sin seguro. Yo tuve la suerte de que ninguna empresa se aprovechara de mí”.

“He crecido en un ambiente en el que se respeta a la mujer, la familia y la religión”

Assia ama Fuerteventura, aunque a veces ha tenido que vivir episodios de racismo. Aún recuerda el parto de su primera hija en el hospital de la Isla y cómo una enfermera le dijo que no se quejara con las contracciones porque “los hospitales de Marruecos son peores que los de aquí”. La joven, entre contracción y contracción, tomó aire y pudo espetarle “yo aquí estoy cotizando y pagando un seguro y de mi cotización estás tú cobrando”.

Tras los atentados de las Torres Gemelas, alguien le gritó un día “adiós Bin Laden”. Otras veces ha tenido que escuchar a sus espaldas como alguna jefa la llamaba la mora, aunque confiesa que lo que más le duele es cuando la señalan como “esa mora de mierda”.

Sin embargo, insiste en que son episodios puntuales y matiza: “Fuerteventura no es una isla racista porque su población ha sido inmigrante”. Ella y su familia presumen de tener amigos majoreros; vecinos de la Isla y de otros puntos de Canarias que se tratan con cariño y respeto y alude a la buena sintonía con las decenas de trabajadores del sector hotelero que se ha ido tropezando en todos estos años.

También presume de haber dejado una buena huella en los lugares donde ha trabajado. Orgullosa, afirma que “cuando se ha acabado el contrato y me he ido, luego me han vuelto a llamar para trabajar”.

Sin embargo, admite que llevar velo en Europa es uno de los principales obstáculos a la hora de conseguir empleo. “Cuando vas a buscar trabajo y te ven con él ni siquiera te preguntan si has trabajado. Hay veces que no te dejan ni entrar a la oficina. Desde fuera te dicen que no hay, aunque necesiten al trabajador”, comenta.

A pesar de todo, no está dispuesta a renunciar al pañuelo que un día optó por ponerse por decisión propia. “Si mi cultura y costumbres van en contra del país al que voy a vivir, las dejo, pero no estoy dispuesta a dejar mi religión. Mis creencias no contradicen en ningún lugar del mundo. Viajo con mi religión. La manera como visto no afecta a nadie. El velo tapa el pelo, pero no el cerebro”, sostiene.

Assia ha aprendido a sentir lo que significa integración, aunque reconoce que otras mujeres de su país arrastran el peso de la exclusión social. “A veces, dicen que la comunidad musulmana es la única que no está integrada, pero no es verdad. Cuando se les da la posibilidad de integrarse, se integran”. Sin embargo, en zonas como Costa Calma han faltado proyectos de integración social, convivencia, multiculturalidad y una mayor implicación de las administraciones.

El año pasado, la joven se apuntó a unos cursos de Radio ECCA. Su intención es poder seguir los estudios que un día dejó aparcados en Marruecos. “Mientras haya oportunidades quiero aprovecharlas”, dice convencida. Gracias a iniciativas como las de Radio ECCA, Assia asegura que algunas mujeres musulmanas de Costa Calma han podido empezar a aprender español.

También se ha apuntado a la autoescuela para sacarse el carnet de conducir. Quiere tener la autonomía suficiente para poder salir de Costa Calma sin tener que esperar a las libranzas de su marido. La tarde de la entrevista optó por aplazar la práctica. Tenía muchas cosas que decir y prefería ir sin prisas.

A su lado, su hija Wissal, de 16 años, escucha atenta a su madre. Solo la interrumpe para dejar claro que se puede ser mujer en Marruecos y ser feminista. Assia insiste en que ella ha sido criada en un entorno en donde las mujeres de la familia han gozado de todas las libertades y derechos. “He crecido en un ambiente en el que se respeta a la mujer, a la familia y a la religión. Si vives en una familia que conoce los derechos y deberes, no cae en el machismo”, aclara.

En los últimos años, Europa ha sido azotada por los ataques terroristas de células islamistas. “Siempre se focaliza en la comunidad musulmana, pero por una persona se está enfocando en todos nosotros. En otros países también hay mentes radicales, como pasaba en España con ETA”, recuerda.

Assia defiende que existan centros escolares donde se imparte el islam. Cree que un correcto conocimiento de su religión evitaría que los jóvenes acaben radicalizándose. Preocupada, asegura que “en las redes sociales hay de todo: terroristas, radicales..., por lo que prefiero que mis hijos estudien su religión y su idioma en un colegio con profesores que en la calle o en las redes sociales, donde los pueden captar”.

Assia sueña en majorero. En estos momentos, su sueño coincide con el de muchos habitantes de Fuerteventura: el regreso de aviones con turistas que den empleo a las víctimas del paro y de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE). También tiene sueños en los que aparecen sus hijos. Para ellos solo quiere que crezcan y consigan lo que anhelan. Su café se ha enfriado, pero se resiste a dejarlo en la taza.